Thursday, June 30, 2011

La hoguera


Las casas están llenas de libros. Colecciones de libros, libros antiguos comprados a los buquinistas de París, a orillas del Sena, encargos a tiendas online, novelas adquiridas en la librería del barrio, regalos, rarezas y ediciones con bellos dibujos, recomendaciones de amigos, libros favoritos de los chicos que te han gustado, libros dedicados por amigos, colegas y enemigos, libros de tíos, abuelos, padres, madres, herencias de la gente que se mudó a otra ciudad. Son libros dormidos, de autores que muchas veces ni te suenan, que acumulan polvo o hacen más hogareño un hogar. Es el tesoro que te legaron las generaciones pasadas: enormes bibliotecas de ciencia, técnica y literatura. Ahora has llegado hasta aquí, como un Don Quijote que hubiera ampliado su locura, que posee la sabiduría y la imaginación de cientos de antepasados, pero que dedica la mayor parte de su tiempo de lectura --no nos engañemos-- a blogs, artículos de la wikipedia, posts y al contenido de los links del facebook.

El medio ha cambiado, y sin embargo te sigues emocionando cuando entras en una casa llena de libros porque --también es cierto-- una colección de libros dice mucho de quien la posee. En la época en que adquirir libros ha dejado de ser el problema parece que lo verdaderamente problemático es deshacernos de ellos.

Volvamos ahora a Don Quijote, pues él mismo dio una gran lección de crítica literaria justo antes de emprender sus aventuras: cogió todas sus novelas de caballería y fue decidiendo una por una cuál tenía que ir a la hoguera y cuál se tenía que salvar. Este es el primer paso para cualquier acción posterior, decidir qué principios (éticos, estéticos e ideológicos) seguir y cuáles no. Si hubo un tiempo (que lo hubo) de construir y acumular, ahora es el tiempo de seleccionar y echar al fuego todo cuanto ya no valga.

En la novela de Bradbury Farenheit 451 (título que hace referencia a la temperatura a la que arde el papel) los bomberos se dedican a la gratificante tarea de quemar libros. Esta distopía futurista pretende hacer al lector reflexionar sobre lo importantes que son los libros para la sociedad. Sin embargo la distopía tiene un final utópico; termina describiendo un lugar donde cada persona se aprende un libro de memoria y se lo recita a quien quiera escucharlo.

Hay algo quijotesco en la novela de Brádbury. Primero por la destrucción de los libros (que en ambas novelas se consideran "peligrosos") y luego por el acto heroico de hacer que los libros cobren vida a través de las personas. De alguna manera un libro sólo es verdadero cuando se hace carne.

Los libros se hacen realidad igual que los deseos, así que cada lector debería tener la responsabilidad de guardar en su casa únicamente los libros verdaderos, los libros que hablan contigo, los que hablan entre ellos y los que crean realidad. La creación de una biblioteca es una asunto complejo y personal. Alan Bennet, en su novela Una lectora nada común presenta una historia que está a medio camino entre la utopía, la realidad y el cuento de hadas. Propone un encuentro entre la reina de Inglaterra y un bibliotecario ambulante y la creación, por parte de Isabel II, de su personal biblioteca. Las lecturas que hace la van convirtiendo poco a poco en otra persona, la hacen que se interese por temas que antes no le importaban y que vea la política de otra manera. Lo más curioso del asunto es que la biblioteca de la reina no se compone de grandes clásicos (al menos no sólo de grandes clásicos) y tampoco se trata de una extensísima colección de títulos. La reina no se convierte en una erudita sino en una lectora, y a veces es mucho más difícil ser lo segundo que lo primero.

La formación que una persona obtiene de los libros es una de las más personales que existen. Es necesario elegir bien, no sólo con la mente sino también con el corazón y con las vísceras, combinar clásicos y modernos, densos con livianos y saber renunciar y echar al fuego aquellos que se han quedado atrás o que ya no dicen nada. Hacer una biblioteca es como cocinar a fuego lento, durante años, el gran plato de tu vida.

En el mundo del consumo voraz, de la facilidad para acceder a la información y la enorme facilidad para reproducirla, cada uno debería tener la responsabilidad de elegir sus lecturas como si fuera la reina de Inglaterra, saber quemar las que no nos sirven como Don Quijote y hacerlas vivir en su carne como el final de Farenheit 451. Para iniciar una revolución necesitamos dejar de acumular libros y empezar a ser lectores, crear pequeñas bibliotecas vivas que sean capaces de pasar a la acción.


Artículo publicado en la revista Brixel

Wednesday, June 01, 2011

A la luz del haiku


Japón tristemente está de moda. Para bien o para mal ya ha pasado el tiempo en que no nos afectaba lo más mínimo lo que sucediera a miles de kilómetros de nuestra casa. Ahora todo sucede "aquí y ahora", cada acción de los hombres, cada acontecimiento y cada desastre tiene consecuencias planetarias. Vemos a la mariposa aletear por la tele, por internet; tenemos amigos y familiares cerca de esa mariposa.

Por eso parece que el terremoto ha sacudido una parte de nuestra ciudad, una parte en la que podríamos haber estado merced a una beca, un trabajo o un viaje de placer o de negocios, pues viajar no significa ya descubrir otros mundos, sino moverse dentro del propio.

Sin embargo, cuando leemos a autores orientales tenemos el problema de que una lee siempre desde su tradición, desde sus símbolos, sus modos de representar el mundo, sus años de Biblia, Aristóteles, Quijotes y romanceros. Una nunca es virgen cuando abre un libro, y casi me atrevería a afirmar que cuantos menos años tienes menos virgen eres, pues la virginidad, como tantas otras cosas, es algo que se aprende.

¿Cómo abordar entonces, desde este occidente que te habita, la lectura de un haiku? ¿Cómo coger esos tres versos, esas 17 sílabas entre las manos y no que se te escurran entre los dedos de las expectativas? Un viejo estanque/ se zambulle una rana/ ruido del agua. Así empieza y termina el poema de Basho, sin dejar apenas espacio para que suceda nada en medio. He aquí una de las claves de estos poemas: la brevedad. "Es obvio", diréis, y es cierto, pero lo primero que hay que hacer para sacudirnos la occidentalidad es buscar la belleza también en lo obvio, superar nuestra dependencia romántica de lo original.

La brevedad es la primera característica material de un haiku, y así lo contemplamos, como un islote de literatura dentro del océano del silencio. Es una palabra que se pronuncia y calla, sin repetición ni letanía, que sale de la nada y vuelve inmediatamente a ella.

Maurice Coyaud, en su libro Hormigas sin sombra: el libro del haiku habla de estos poemas como "literatura por debajo de la literatura" o como obras que son literatura "a su pesar". El análisis que un occidental hace de algo eminentemente oriental puede ayudarnos a cruzar el umbral de los géneros y llegar al haiku sin esperar una explosión de saber o una gran lección, sino la intensidad y la belleza de lo que está pasando ante nuestros ojos.

Hay dos maneras de volver breve algo que es extenso: la primera de ellas es por concentración, como cuando arrugas o doblas una hoja de papel o como cuando hacías un comentario de texto para selectividad en el instituto. La segunda forma es por sección o corte, cuando coges sólo una pequeña parte de lo que era grande. El haiku se parece más a la segunda. Recorta la realidad como si de un folio se tratase, pero no la altera lo más mínimo. El corte permanece visible, y así el haiku no puede estar del todo separado del momento concreto en el que ha sido creado, como una rosa arrancada del rosal nos transporta de nuevo al jardín donde vivía. Este es el sentido de la palabra clave denominada kigo, que conecta al haiku con alguna de las cuatro estaciones: otoño, invierno, primavera, verano. Obviamente muchas de estas palabras no tendrán ya, para el lector occidental, más que el encanto de lo exótico y no el indicador que incluye al poema dentro de un tiempo y un espacio concretos. Tendrá que salvar esta laguna imaginando el poema dentro de su realidad, aunque la realidad sea desconocida, o al menos como una esquina arrancada de un folio inacabable.

Lo pequeño no se parece a lo grande, sino que está incluido dentro de ello. No es un esfuerzo de mímesis (no exactamente al menos) el que hace el poeta, sino un esfuerzo de selección y corte. Podríamos recortar el círculo rojo de la bandera de Japón y seguiría siendo la misma bandera, tanto si miramos el trapo blanco con el hueco redondo, como si colocamos la esfera suspendida en el cielo, rodeada por un blanco más azul y más profundo.

Esto ocurre con el haiku y la realidad en que es creado. El espacio en blanco se ve transformado por el poema, que a su vez coloca un redondel transparente en el tiempo y el espacio que evoca, guiando por él la mirada del lector.

En un haiku transcurre el tiempo. Un haiku mide el tiempo. Es como un pequeño reloj para cronopios que es capaz de tomar la medida exacta de los instantes. Yo las barría/ y al fin no las barrí:/ las hojas secas. (Taigi). El poema son las palabras, pero también el tiempo que tarda en decidir no barrer las hojas. Aquí si se puede decir que el haiku es mímesis, pero no de las formas, sino mímesis del tiempo. Genera una sensación temporal, un caer en la cuenta de cuánto tarda en suceder lo que sucede.

El tiempo de la poesía es el presente. Un poema siempre ocurre aquí y ahora, por eso es tan duro leer poesía, porque cuando una lee una novela tiene la tranquilidad de que si algo ha pasado es porque pasarán otras cosas luego, ya que siempre tenemos la certeza de que los muertos no cuentan historias. Sin embargo un poema es diferente. Ocurre de un golpe, y de un golpe se termina. Tienes que aceptar el desasosiego de lo incierto para afrontarlo. El haiku da cuenta, mejor que ninguna otra forma poética, de este presente.

Cuando se extiende una nueva forma métrica es que algo en la sensibilidad del mundo está cambiando. Sucedió con el soneto en tiempos de Dante y Petrarca y está sucediendo con el haiku, esa estrofa que nos encandila y que también toca algo profundo de la sensibilidad de occidente: aquello que occidente tiene de isla.

La "infraliteratura" de Georges Perec tiene mucho de haiku, como también los poemas de Emily Dickinson o ciertos aforismos sin aspiraciones sentenciosas. Pero más allá de eso, escritores como Kerouac, Becket o Benedetti se han dejado poseer por las 17 sílabas de un haiku. Cada vez son más los poetas que utilizan cuencos pequeños y no enormes tazas para sus poemas, cada vez sentimos más esa necesidad de expresar lo mínimo.

Japón ya no es exótico, es un breve presente en medio del océano, tembloroso y frágil que, sin embargo (y casi a su pesar), da cuenta del mundo.



Artículo publicado en la revista Brixel