Thursday, June 24, 2010

El peso de la conciencia

Crítica del libro Las manos de Velázquez, de Lourdes Ortiz

Hombre maduro, profesor de universidad, con éxito laboral y aún cierto atractivo, deja a su mujer y a sus hijos por una alumna brillante, guapa, con ganas de vivir la vida, para más tarde caer en un mar de celos e inseguridades. Éste es Teodoro, el protagonista de Las manos de Velázquez, la novela de Lourdes Ortiz.
El protagonista se descubre a sí mismo a través de su reflexión sobre Velázquez. El libro, ya desde el título y las primeras páginas, se plantea como un diálogo entre el siglo XVII y la vida actual, entre Velázquez y Teodoro, entre la investigación y la construcción de las emociones. La investigación erudita y las vivencias personales se entrecruzan y se reflejan, como si de un juego de espejos se tratase.
Sin embargo este planteamiento no llega a calar en la novela. Lo que parecía un diálogo se convierte pronto en un monólogo, en el que Teodoro se repliega y pasa de estudiar a Velázquez a estudiarse a sí mismo. Regresa a su tesis casi como anécdota, la autora no mantiene la dualidad temporal y simbólica a lo largo de la obra. Sólo al final la investigación vuelve a ser pertinente para la trama y ahí es cuando se desvela el misterio del título. Es por tanto una novela bien pensada en cuanto a su construcción, con un principio y un final que logran esta dialéctica entre la materia de estudio y las emociones, pero cuyo desarrollo se pierde en recovecos de psicología naif.
El único personaje del que merece la pena hablar es el propio Teodoro. Las mujeres importantes del libro y de su vida: su mujer Mónica, su exmujer Luisa, su hija y su amante, son figuras estereotipadas (la mujer coqueta y ambiciosa que se come el mundo, la madre abnegada, la hija crítica pero que en el fondo adora a su padre y la madura atractiva, liberada sexualmente y, cómo no, italiana). Puros satélites que le sirven de excusa al protagonista para desarrollar sus propios juegos mentales y sus paranoias. Los otros hombres son satélites de los satélites, con la función de dar dar celos al protagonista pero sin entidad propia.
La conciencia de Teodoro, como la conciencia de Zeno, es una conciencia enemiga, que pone trabas al discurrir natural de los acontecimientos y precipita errores y desastres. Toda la novela se desarrolla en este espacio interior en el que un narrador omnisciente se mete dentro de la conciencia del protagonista para hacer que éste se contemple a sí mismo. La voz de Teodoro la escuchamos a través del estilo indirecto libre o de la segunda persona. Esta segunda persona es problemática, pues unas veces es el propio Teodoro el que se dirige a sí mismo y otras es la voz del narrador la que lo hace, como si lo estuviera juzgando desde un “más allá” moral. No le faltan ambiciones a la novela, pero no estamos ante una corriente de conciencia fragmentaria y desordenada ni ante una apuesta narrativa que arriesgue su significación para alcanzar un sentido más profundo, sino ante una narración lineal con ciertos juegos en el tiempo y en las voces que no llegan a romper su estructura clásica.
El dibujo de Teodoro logra mantenerse en un terreno ambiguo, difícil de clasificar, verosímil y redondo. Teodoro es, en el fondo, un tipo corriente. No es un héroe y tampoco llega a ser un estereotipo. Sufre pequeñas transformaciones a lo largo de la obra y actúa como el único antagonista digno de sí mismo.
Éste es el mayor logro de la novela, un personaje gris, cuya ambivalencia lo acerca a la experiencia vital del lector. Un logro mayor que las referencias mitológicas a veces traídas por los pelos y otras veces demasiado obvias o la dialéctica entre investigación y vida.
La cárcel en la que se encierra Teodoro no está hecha sólo de celos y anhelos, de frustraciones e inseguridades. El verdadero material de esta cárcel es el tiempo. Teodoro vive siempre en el pasado, no vive sino que reelabora, busca en la historia del arte y no en el presente las claves que le permitan entenderse a sí mismo y recuerda e interpreta. El exceso de interpretación es lo que le condena, porque la interpretación siempre es posterior a la vida. Al final parece que la interpretación también puede salvarle, puede devolverle la paz, pero esta paz es precipitada e inestable.
Lourdes Ortiz no ha logrado una novela rompedora ni una gran profundidad en la representación de la conciencia humana, pero sí que ha conseguido dar vida a un ser humano gris, cuyas debilidades son fácilmente reconocibles y cuyas justificaciones resultan convincentes y abrumadoras. La conciencia de Teodoro pesa demasiado, no deja espacio para un diálogo entre el presente y el pasado, ni tampoco permite que el personaje crezca o se enfrente con los otros. Si el lector aborda esta novela desde una perspectiva irónica, si le añade un poco de humor a la conciencia de Teodoro, si no se lo toma demasiado en serio ni se deja convencer por los argumentos, si intenta ver al personaje más allá de su conciencia, entonces la novela se volverá una buena compañía.