Friday, February 26, 2010

Números

Dice García Berrio que no es lo mismo escribir dos libros de cuatrocientas páginas que uno de ochocientas. Yo digo que tampoco es lo mismo leer dos libros de cuatrocientas páginas que uno de ochocientas páginas. Ni siquiera es lo mismo leer dos libros de cuatrocientas páginas que cuatro de doscientas.

No te olvides, querido súbdito, de los libros de ochocientas páginas. No te olvides de escribirlos, de leerlos, de pensarlos. 

Tuesday, February 09, 2010

Así son los monstruos. Donde viven los monstruos.

Fui a ver la película de Jonze con una niña de 12 años. Este dato es importante, pues todas las películas para niños deberían ser vistas por niños, así que cuando te acercas a ellas es conveniente rejuvenecer de pronto o, cuanto menos, tener una niña cerca que te recuerde que hay algo dentro de ti que sigue creyendo en brujas y hadas, que sigue esperando magia de la vida y que le sigue teniendo miedo a los monstruos.
Los monstruos han perdido gran parte de su sentido. Los monstruos ya no dan miedo. Los monstruos son vencidos por el bien, el lobo es derrotado siempre y los seres perversos están frente a ti, en el otro lado, como enemigo a batir, como la amenaza exterior. El monstruo está fuera de casa, y se tiene que untar la patita de harina y aclarar su voz con huevos para que lo dejes entrar. No vas a buscar a los monstruos, sino que son ellos quienes vienen a buscarte a ti y no te queda más remedio que huir, esconderte o rezar para que alguien venga a salvarte.
Sin embargo, ¿qué ocurre cuando los monstruos están dentro? ¿qué sucede si el monstruo eres tú? Max es un niño travieso, que hace trastadas para llamar la atención de su hermana y su madre, ambas con tareas más importantes ⎯en principio⎯ que hacer que atenderlo a él. La película empieza con el refugio que Max construye en la nieve. No será el último refugio que construya, parece como si su misión en este mundo fuera construir refugios, como si necesitara esos refugios para poder crecer y sobrevivir. El niño construye primero un refugio para sí mismo, un refugio frágil y sencillo, un refugio de nieve que será aplastado sin piedad por uno de los amiguitos de su hermana. Max también resulta herido. El refugio no ha cumplido su función.

En la isla de los monstruos todos ellos construirán el segundo refugio, un refugio grande y hermoso, que servirá para unirlos a todos y para hacer que Max cumpla sus sueños. Ya no está jugando a construir, está construyendo de verdad. Sin embargo este refugio tampoco funciona, tampoco se puede sentir seguro en él, porque ya no se fía de sus amigos, así que quiere construir un tercer refugio, una habitación secreta dentro de la enorme fortaleza. Éste será el principio del fin, el punto de inflexión que lo conducirá al destierro. Los que se sienten seguros no necesitan refugio alguno. Los fuertes se bastan a sí mismos para defenderse. La obsesión de Max por construir refugios responde a su indefensión, a su debilidad, a la necesidad de sentir que está en un lugar seguro, lo mismo que la obsesión de Carol por construir un mundo perfecto en miniatura responde a su incapacidad para convivir en un mundo de verdad.
No existe tal lugar seguro. En todos ellos hay alguna amenaza. El mundo de los monstruos no sirve para escapar a la realidad de la vida, y la vida no es una casa idílica y perfecta, sino un lugar gris, donde cada persona tiene sus propios problemas y lucha por hacerse un sitio.
En el libro de Sendak, Max escapa de su casa gracias al sueño. Sube a su cuarto, se duerme y, cuando despierta, el mundo de los monstruos, de lo salvaje, ha desaparecido. La película es mucho más sutil, mucho menos compasiva. El niño, en lugar de dormirse, se escapa. A la isla de los monstruos se llega en barco, Max atraviesa un océano que le sirve de rito iniciático a la verdad de sí mismo. Cuando termina su aventura vuelve por donde ha venido, vuelve a atravesar el agua. La isla de lo salvaje no se esfuma, sino que permanece. Pase lo que pase, los monstruos seguirán ahí y, podemos intuírlo, su existencia no va a ser del todo feliz.
La niña de 12 años que estaba a mi lado en el cine (pongamos que se llama Lucía) protestó. Me dijo "en el libro no es así. En el libro se duerme". Le intenté explicar en un susurro que el sueño y el océano cumplían la misma función narrativa, que en esencia eran lo mismo, pero no pareció muy conforme. Puede que, después de todo, la película no fuera tan para niños como parecía, o puede que fuera para niños, pero no tuviera ningún escrúpulo hacia ellos, no permitiera ninguna concesión, no les dejara pensar que no pasaba nada, que todo era un sueño.
Los dos mundos contrastan pavorosamente, el mundo realista de la casa, descarnado y gris, y el mundo de esos "peluches gigantes" que son los monstruos. La luz que predomina este último es una luz oblicua, como de atardecer perpetuo, como de lugar a punto de sumirse en las tinieblas.

Y es que los monstruos son monstruos. Los monstruos son seres malvados y egoístas que son crueles casi sin querer. Los monstruos no son el buenazo de Shrek, no son marginados de la sociedad. Los monstruos hacen daño, no saben convivir, no miden las consecuencias de sus actos. Son, en cierta medida, como niños. Niños gigantes y caprichosos, con mucha fuerza, con ganas de ser felices y estar unidos, pero sin las capacidades necesarias para llevarlo a cabo.
Las utopías nunca llegan a c umplirse, el niño que quería ser astronauta acaba de auxiliar administrativo y la niña que quería ser princesa termina de ama de casa. Lo deseos de los niños son grandes y bonitos, como la preciosa maqueta que Carol tiene dentro de las montañas. Lo malo es que en la vida los juegos son peligrosos, los juegos pueden llegar a crear enemistades y problemas.
Los monstruos de Jonze son más monstruos que nunca. Son exactamente lo que una espera de un monstruo, y por eso la película no resulta fácil de ver. La sombra de la catástrofe planea sobre el mundo de juegos y diversión y el fracaso se cierne sobre los sueños. La maqueta quedará destruida, el rey de pacotilla tendrá que renunciar a su trono y aceptar que ese mundo le queda grande.
Una vez terminada la película le pregunté a Lucía ¿te gustó? Ella me contestó: "sí, mucho, pero no es pa niños". Lucía tiene razón, al final resulta que no es una película para niños, no es una película de Disney o, si me apuras, no es Avatar. Sin embargo es una película que gusta a los niños, porque les habla de sus monstruos, de los seres que habitan su mundo, de sus deseos de construir refugios, de sus grandes sueños, de sus miedos. Es una película que gusta a los niños porque no es melosa, pero sí es bonita, porque no conozco a nadie (tenga la edad que tenga) a quien no le gustaría abrazar a Judith o a KW, a quien no le gustaría meter la cabeza por el hueco de la maqueta que Carol tenía entre las montañas y sentirse enorme en un universo diminuto.
Acéptalo, vives en un mundo cruel, en un mundo en el que te vas a sentir solo y desprotegido, en un mundo en el que para sobrevivir tendrás que pensar en los demás y no ser egoísta. Donde viven los monstruos no es una película para adultos, pero gusta a los adultos porque hay una parte en cada uno de los seres humanos que sigue buscando refugio, que reclama atención, que todavía no ha entendido del todo lo que es un monstruo. Dentro de su crueldad, es una película que respeta a los niños, pues entiende que ellos admiten el mal mucho más que muchas personas mayores, y también respeta a los adultos, pues les concede convivir con sus monstruos, y admitir que hacerse mayor no tiene por qué significar siempre superar todos los miedos, ni tampoco cumplir todos los sueños. Coloquémosla entonces en la estantería junto a Alicia, El principito, El mago de Oz, Desperaux, y ese puñado de historias que nos acompañan toda la vida, que nos hacen crecer siempre y dan voz a nuestros miedos. Los niños tendrán que armarse de toda la madurez que les ha dado el mundo complejo de la modernidad, los adultos tendremos que admitir que no somos tan maduros como queremos creer.

No soy árabe. El señor Ibrahim y las flores del Corán.

Una va al teatro con una idea más o menos preconcebida de cómo tienen que ser las cosas. Una entra en las relaciones, en los estudios, en el trabajo, en la vida en general, también razonablemente segura de cómo ha de comportarse y de las consecuencias que su comportamiento tendrá. Al fin y al cabo a una la han educado para todo eso, para que funcione según un papel concreto dentro de una sociedad.
Sin embargo la vida te sorprende, las historias no son como las esperabas y en el teatro --que es, de todas las artes la más cercana que hay a la vida-- también te da, en ocasiones, lo que no esperabas. También es capaz de sorprenderte.
Una puesta en escena sencilla y eficaz, un hombre maduro (en todos los sentidos de la palabra) y un niño que está dejando de serlo. Un tiempo narrativo que avanza en los silencios y se detiene en las palabras. Pero, lo más sorprendente de todo, la razón por la que El Señor Ibrahim tiene esa capacidad de influir en tu vida, es la relación que se establece entre la obra y su público.
No hay una cuarta pared, pues el público participa a veces de la acción y los actores exigen y logran su complicidad, pero tampoco lo dejan meterse de lleno en esa tienda humilde de una calle cualquiera de París. La comunicación entre Juan Margallo y Ricardo Gómez va más allá de lo que el público puede entender. Así que no tienes más remedio que quedarte a medio camino, entre la superioridad del que observa y la empatía del que participa.
Supongo que ése es el espacio de la magia, de lo sólo comprensible a medias, y también es el espacio del presente, de lo que se vive para vivirlo pero también para recordarlo después. Es diferente contar una historia y vivir una historia, pero el teatro puede --y esta obra lo hace— elegir ambas al mismo tiempo.
Ibrahim educa a Momó, y es una educación para enseñarle por un lado las reglas tácitas de la sociedad y por otro para saber romper también esas reglas. Es todo un viaje iniciático en el que se tendrán que abandonar primero todos los prejuicios para poder afrontar la vida en su plenitud. El maestro elige al discípulo y el discípulo acepta al maestro y también es como si la obra eligiera a su público y el público tuviera que aceptar estar ahí, junto a ellos, participando de ese pedazo de sus vidas.
Juan también educa a Ricardo, porque en El señor Ibrahim ocurre que personajes y actores siguen un proceso paralelo, que a veces se confunde y otras se opone. Los personajes se cuentan mentiras, los actores son cómplices de una verdad más grande, que se contiene en gestos y amor por los pequeños detalles. Un hombre ha de cuidar sus zapatos, pues en ellos pasa la mitad de su vida. Una persona tiene que cuidar las cosas básicas, los detalles sobre los que se asienta el resto de la existencia. El señor Ibrahim es una de esas obras que te hablan, con extrema humildad, de todo lo importante de esta vida y que va más allá de nacionalismos o posturas religiosas. “No soy árabe” dice Ibrahim al principio de la obra, y al final ya no es nada, ya ha transcendido todas las etiquetas y ha forzado al público a transcender sus prejuicios.
Juan Margallo maneja el escenario como si del salón de su casa se tratase, con una comodidad de sillón y zapatillas. Ricardo Gómez tarda un poco más, pero cuando lo hace ilumina la sala entera con un baile derviche lleno de la intensidad que sólo puede transmitir quien, siendo plenamente consciente de sus actos, elige abandonar esa conciencia y dejar que los actos enciendan solos la llama de la vida. El baile del derviche es una acción cargada de sentido, pero no es un sentido racional y deliberado, sino más bien una aceptación del desequilibrio, de la inconsciencia, del abandono. Es un baile poderoso que significa, paradójicamente, la fragilidad. Es un baile sufí que significa, paradójicamente, la dimensión universal de los actos humanos.
El señor Ibrahim no sólo educa para afrontar la vida, sino también para afrontar la muerte. Ambas, vida y muerte, forman parte de lo apasionante de la existencia. Aprender a vivir es también aprender a morir y, si bien Momó no tendría la misma vida sin Ibrahim, tampoco Ibrahim tendría la misma muerte sin Momó. En un viaje iniciático como éste el papel de maestro y discípulo se llegan a difuminar, y la verdadera enseñanza está en el proceso mismo, en que cada uno se invente cómo ha de ser su vida y pueda sentir que la abandona porque ya le queda pequeña.
Así que después de haber reído, haber llorado, haber convivido con Momó e Ibrahim, haber compartido alguno de sus momentos más íntimos y haberte alejado de otros que resulta imposible compartir (porque saber renunciar también es importante), sales de esa sala un poco más sabia, un poco más educada, un poco más cerca del sabor, el olor y el tacto de la vida. Pero, sobre todo, sales dispuesta a dejarte sorprender por el presente, a medir la diferencia entre las historias y la vida, entre las palabras y los actos, entre el conocimiento y la existencia.

Looking for reality. Realidad, de Tom Stoppard.

La ironía sólo es hipocresía con estilo.
Looking for Richard
El ansia por vivir la vida real, por que cada movimiento sea un movimiento auténtico, porque el amor sea el amor verdadero; la escritura, la escritura del alma; el teatro, el teatro de la vida.
Stoppard propone un juego que, como todo juego que se parece peligrosamente a la vida, no deja de ser un juego cruel. Un escritor lleno de ironía y sarcasmo hacia una vida que no llega a ser del todo suya, unas mujeres que reclaman salirse de los clichés en que las sitúan los autores de las obras, un completo y circular juego de parejas. Realidad es una comedia de salón, pero es mucho más que eso. Tal vez su capacidad de transcender su propia forma se deba a la sinceridad de sus planteamientos, a la necesidad del autor de colocarse a sí mismo delante del público, a su necesidad de ser juzgado.
Las dosis de autocrítica dentro de esta obra son insólitas, al menos dentro del teatro actual. El autor es un hombre dividido entre sus gustos chavacanos y su maestría con las palabras, un hombre que se defiende de la vida con estas mismas palabras, pero que a la vez demuestra su fragilidad y su cobardía. La obra se convierte en toda una búsqueda de un instante auténtico, de un momento en el que el teatro se pueda confundir con la vida real.
Sin embargo este momento no termina de llegar, he aquí de donde nace la angustia que amarga la comedia entera. El escenario está terriblemente lejos del público, los personajes están terriblemente lejos de sí mismos. Cada uno intenta interpretar su papel en la vida, pero no deja de ser eso: interpretar. Si hay algo que reprocharle a los actores es que a veces crean que están viviendo una escena real, un momento de vida, un instante verídico. Si hay algo que reprocharle a los actores es que se crean lo que están interpretando, aunque es cierto que no creérselo, que asumir que la ironía va más allá de las frases ingeniosas de Henry, resultaría difícil de representar, y aún más difícil de ver. Los actores entran en el juego de Stoppard, pero sin dejar de ser magnánimos consigo mismos, sin dejar de pensar que lo que ocurre en el escenario es lo que ocurre en la vida.
El puzle que forman los cojines en el escenario es también el puzle de cada uno, que arma y desarma, hace y deshace con la esperanza de que al final todo encaje, de que todo siga en el fondo un patrón de sentido, una finalidad última. La sobriedad de esos muebles que se construyen y se desvanecen ante los ojos del espectador se ve enturbiada, sin embargo, por unas imágenes proyectadas detrás del escenario, imágenes que pocas veces son algo más que decorativas. La pantalla, la imagen de la realidad por excelencia, lo que hace es duplicar las palabras, introducir el único elemento de naturaleza que hay en esta obra del todo artificial o completar el decorado de las habitaciones.
Cada uno de los personajes está a solas consigo mismo, y en pocas ocasiones llega a un momento de comunicación con el resto. Cada uno está quieto en su sitio, haciendo sus movimientos, ejecutando su papel. Los reproches que se lanzan unos a otros los obligan a justificarse una y otra vez, a vivir las escenas como si de un juicio constante se tratara.
Las historias que se cruzan, la obra fallida de un soldado que pasa por contestatario y las obras de teatro dentro de la obra de teatro, también contribuyen a este aislamiento, a esta sociedad que condena a cada uno de sus miembros a una soledad infranqueable, a una incomunicación hecha de palabras que ya no significan nada. La vida es un presente confuso, en el que cada uno es consciente de la imagen que quiere proyectar de sí mismo.
Lo malo de buscar la realidad es que se parte de su negación, y casi de su imposibilidad. Las reflexiones metateatrales, aunque se trate el tema de la realidad, están más cerca del arte (en el sentido de artificio) que de la vida. La ironía aleja del mundo. La ironía protege del mundo. La ironía no es más que hipocresía con estilo, y estamos ante una obra deliberadamente hipócrita, donde la hipocresía es la distancia que nos separa de la realidad.
En el teatro hay tiempo suficiente para responder la frase más ingenioso, pero también es decisión del teatro hacer uso de ese tiempo o de esa frase, separarse de la dificultad de la vida. Esta obra está deliberadamente lejos y es deliberadamente artificial, justo para mostrar lo lejos que está la vida actual de las pasiones, y lo lejos que está la palabra de su significado. Muestra un mundo de mentiras, porque la mentira forma parte de nuestro día a día, porque nos hemos acostumbrado a convivir con lo falso, de tal manera que ya cuesta mucho distinguirlo de lo verdadero.
En un mundo de realidades virtuales, representaciones, fotografías, pantallas, injusticias intrínsecas y sociedad de consumo moralmente discutible, la realidad del espectador no es demasiado verdadera. El espectador es adicto ya a una forma de vida irreal, pero es necesario, al menos, que sea consciente de esta irrealidad de la vida. Realidad no es la realidad, sino su doble artificial, este complejo mundo que nos hemos montados para seguir siendo inocentes.
Stoppard le dice al espectador: ¿verdad que te sientes identificado? ¿verdad que tu vida es así? pues déjame que te diga algo. La vida no es así, esto es pura patraña, pura comedia. Tu realidad es totalmente falsa. Ahora, vive con eso.