La imagen del escritor solitario volcado sobre su manuscrito,
tecleando en la máquina de escribir, en su mesa de trabajo de alguna habitación
anónima ya no tiene mucho sentido. Un escritor, una escritora, hoy en día es
además de un autor el primer y más importante publicista de su obra, su propio
relaciones públicas y su propio vendedor. El trabajo de escritor no termina
cuando se deshace de sus folios mecanografiados para pasarlos a la imprenta,
sino que más allá de eso sigue siendo responsable no sólo de la difusión de su
producto, sino de la creación de su imagen como marca registrada. No importa demasiado
que los textos se puedan plagiar, porque hoy en día no son los textos lo que se
vende, sino que el verdadero producto, el verdadero objeto de deseo consumista
es el propio autor.
Este hecho obliga al escritor a levantarse continuamente de
la mesa, a asistir a recitales, congresos, conferencias, a conceder
entrevistas, a mantener un blog, un sitio web, una cuenta de twitter, una de
facebook y responder a sus comentarios. El escritor tiene que captar
seguidores, consciente o inconscientemente, pero de una forma inmediata, así
que va creando la imagen de ingenioso, o de comprometido, o de canalla, no
importa cual, lo importante es que sea una imagen lo suficientemente atractiva
para llamar la atención y que la mantenga a lo largo del tiempo. El producto
tiene que estar en comunicación permanente con sus compradores.
Una de las características de la literatura siempre había
sido la separación espacio temporal entre el escritor y sus lectores. Esta
separación permitía una especie de fría intimidad cuando se escribe, semejante
a la sensación de quien escribe cartas de amor para no enfrentarse a una
respuesta demasiado directa. La eliminación total o parcial de esta separación
tiene, se quiera o no, consecuencias en el nivel del estilo, que también se ve
modificado por la constante intromisión de los lectores dentro de la creación.
Este nuevo estilo no tiene por qué ser mejor o peor que el anterior, no quiero
hacer un canto al cisne que se muere, pero habrá de ser diferente, de eso no
cabe duda, pues el escrito se hace más colectivo y menos individual, más
consensuado y menos íntimo.
Llama la atención que en este mundo obsesionado por
visibilizar el mayor porcentaje posible de cada vida humana, dos de los más
grandes novelistas estén a su vez obsesionados con esconderse. Hablo de Cormac
McCarthy y de Thomas Pynchon. Cormac MacCarthy, escritor de best sellers como La carretera o No es país para viejos protege su intimidad como si cada entrevista
le robara un trozo de existencia. Pynchon va más allá, el artista que raya lo
ilegible se esconde en Nueva York, la ciudad más visible del mundo, pues la
mejor forma de esconderse (Edgar Alan Poe nos lo enseñó) es en un lugar muy
visible, y destruye cualquier testigo de su paso por el mundo.
La desaparición permite ser libre, no responder ante
expectativas, volver a crear por un momento la ilusión de la distancia perdida
entre el autor y sus lectores. El grafitero Banksy opera desde la oscuridad
para iluminar un mundo también oscuro. El baile de esta época ya no es el baile
de la realidad y la ficción, ni siquiera el baile de la civilización y la
naturaleza, el baile que realmente estamos bailando es el de lo visible y lo
invisible.
El tema de la desaparición sedujo también al novelista
Vila-Matas en su Doctor Pasavento, la
novela de un escritor que se esconde, que trata de desaparecer, pero que en esa
desaparición conserva una constante ansia de notoriedad. El drama consiste en
que nadie da demasiada importancia a esta desaparición. No es la desaparición
de Salinger, ni la reclusión de Walser dentro de su locura, ni la huida de
Agatha Christie. El Dr. Pasavento no llega a ser un Cormac MacCarthy, y sólo
llega a convertirse en un Pynchon de pega, un personaje tomando el nombre de
otro personaje. El Dr. Pasavento es un escritor discretamente conocido que se
acerca a la desaparición sin heroicidad, que busca a los que le tendrían que
buscar y paradójicamente es él quien no encuentra a nadie. Los americanos, sin
embargo, son esos extraños que llegan a la posada del pueblo envueltos en un
abrigo grueso, guantes, la cara vendada, grandes gafas y un sombrero de ala
ancha. Son los forasteros solitarios que exigen permanecer a solas, encerrados
en sus laboratorios de escritura, atreviéndose a salir sólo cuando cae la
noche. Son los escritores invisibles a los que todo el mundo mira.
Artículo publicado en la revista Brixel
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