Tuesday, February 09, 2010

No soy árabe. El señor Ibrahim y las flores del Corán.

Una va al teatro con una idea más o menos preconcebida de cómo tienen que ser las cosas. Una entra en las relaciones, en los estudios, en el trabajo, en la vida en general, también razonablemente segura de cómo ha de comportarse y de las consecuencias que su comportamiento tendrá. Al fin y al cabo a una la han educado para todo eso, para que funcione según un papel concreto dentro de una sociedad.
Sin embargo la vida te sorprende, las historias no son como las esperabas y en el teatro --que es, de todas las artes la más cercana que hay a la vida-- también te da, en ocasiones, lo que no esperabas. También es capaz de sorprenderte.
Una puesta en escena sencilla y eficaz, un hombre maduro (en todos los sentidos de la palabra) y un niño que está dejando de serlo. Un tiempo narrativo que avanza en los silencios y se detiene en las palabras. Pero, lo más sorprendente de todo, la razón por la que El Señor Ibrahim tiene esa capacidad de influir en tu vida, es la relación que se establece entre la obra y su público.
No hay una cuarta pared, pues el público participa a veces de la acción y los actores exigen y logran su complicidad, pero tampoco lo dejan meterse de lleno en esa tienda humilde de una calle cualquiera de París. La comunicación entre Juan Margallo y Ricardo Gómez va más allá de lo que el público puede entender. Así que no tienes más remedio que quedarte a medio camino, entre la superioridad del que observa y la empatía del que participa.
Supongo que ése es el espacio de la magia, de lo sólo comprensible a medias, y también es el espacio del presente, de lo que se vive para vivirlo pero también para recordarlo después. Es diferente contar una historia y vivir una historia, pero el teatro puede --y esta obra lo hace— elegir ambas al mismo tiempo.
Ibrahim educa a Momó, y es una educación para enseñarle por un lado las reglas tácitas de la sociedad y por otro para saber romper también esas reglas. Es todo un viaje iniciático en el que se tendrán que abandonar primero todos los prejuicios para poder afrontar la vida en su plenitud. El maestro elige al discípulo y el discípulo acepta al maestro y también es como si la obra eligiera a su público y el público tuviera que aceptar estar ahí, junto a ellos, participando de ese pedazo de sus vidas.
Juan también educa a Ricardo, porque en El señor Ibrahim ocurre que personajes y actores siguen un proceso paralelo, que a veces se confunde y otras se opone. Los personajes se cuentan mentiras, los actores son cómplices de una verdad más grande, que se contiene en gestos y amor por los pequeños detalles. Un hombre ha de cuidar sus zapatos, pues en ellos pasa la mitad de su vida. Una persona tiene que cuidar las cosas básicas, los detalles sobre los que se asienta el resto de la existencia. El señor Ibrahim es una de esas obras que te hablan, con extrema humildad, de todo lo importante de esta vida y que va más allá de nacionalismos o posturas religiosas. “No soy árabe” dice Ibrahim al principio de la obra, y al final ya no es nada, ya ha transcendido todas las etiquetas y ha forzado al público a transcender sus prejuicios.
Juan Margallo maneja el escenario como si del salón de su casa se tratase, con una comodidad de sillón y zapatillas. Ricardo Gómez tarda un poco más, pero cuando lo hace ilumina la sala entera con un baile derviche lleno de la intensidad que sólo puede transmitir quien, siendo plenamente consciente de sus actos, elige abandonar esa conciencia y dejar que los actos enciendan solos la llama de la vida. El baile del derviche es una acción cargada de sentido, pero no es un sentido racional y deliberado, sino más bien una aceptación del desequilibrio, de la inconsciencia, del abandono. Es un baile poderoso que significa, paradójicamente, la fragilidad. Es un baile sufí que significa, paradójicamente, la dimensión universal de los actos humanos.
El señor Ibrahim no sólo educa para afrontar la vida, sino también para afrontar la muerte. Ambas, vida y muerte, forman parte de lo apasionante de la existencia. Aprender a vivir es también aprender a morir y, si bien Momó no tendría la misma vida sin Ibrahim, tampoco Ibrahim tendría la misma muerte sin Momó. En un viaje iniciático como éste el papel de maestro y discípulo se llegan a difuminar, y la verdadera enseñanza está en el proceso mismo, en que cada uno se invente cómo ha de ser su vida y pueda sentir que la abandona porque ya le queda pequeña.
Así que después de haber reído, haber llorado, haber convivido con Momó e Ibrahim, haber compartido alguno de sus momentos más íntimos y haberte alejado de otros que resulta imposible compartir (porque saber renunciar también es importante), sales de esa sala un poco más sabia, un poco más educada, un poco más cerca del sabor, el olor y el tacto de la vida. Pero, sobre todo, sales dispuesta a dejarte sorprender por el presente, a medir la diferencia entre las historias y la vida, entre las palabras y los actos, entre el conocimiento y la existencia.

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