Saturday, December 01, 2012

Citas: El americano impasible. (Graham Greene)


Se había entregado a la juventud y la esperanza y la seriedad, y ahora resultaba que eran menos sólidas que la vejez y la desesperación.
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—Que Dios nos libre de los inocentes y los buenos.          —¿Los buenos?          —Sí, Pyle era bueno, a su manera. Usted es católico. No podría entender esa manera de ser bueno. De todos modos era un maldito yanki.
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Las heridas se habían helado hasta la placidez.
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Volví a pie con Fuong al departamento; ya no me interesaba la dignidad. La muerte destruye la vanidad; hasta la vanidad del amante engañado que debe disimular su dolor. Fuong no se daba cuenta todavía de lo que pasaba, y yo no poseía la técnica necesaria para decírselo lenta y delicadamente. Yo era un corresponsal: pensaba en forma de titulares periodísticos. «Funcionario norteamericano asesinado en Saigón.» Cuando uno trabaja en un diario, no aprende a dar las malas noticias como deben darse, y hasta en ese
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Pyle se había graduado brillantemente en..., bueno, una de esas carreras que pueden seguir los norteamericanos; tal vez relaciones públicas o puesta en escena: quizá, también era posible, estudios sobre el Lejano Oriente (había leído muchísimos libros sobre el tema).
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Dejó la aguja y volvió a sentarse sobre los talones, mirándome. No hubo ninguna escena, ninguna lágrima, solamente reflexión..., la larga reflexión íntima de alguien que debe alterar el curso entero de su vida.
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Escribía lo que veía; no actuaba; hasta una opinión es una especie de acción.
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Calló, para dejar que mi respuesta penetrara mejor... en mi mente, no en la suya; era muy correcto cuando interrogaba.
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Desde la terraza de arriba nos invitaba con una amplia sonrisa cálida de bienvenida, perfectamente seguro de sí mismo, como el hombre que sabe conservar sus amigos porque usa los desodorantes adecuados.
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Uno siempre hablaba de ella así, en tercera persona, como si no estuviera presente. A veces parecía invisible, como la paz.
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Esa noche la posesión de un cuerpo me parecía muy poca cosa; quizá durante el día había visto demasiados cuerpos que no pertenecían a nadie, ni siquiera a sí mismos.
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El vasto perro negro llamado Duke, después de jadear lo suficiente como para establecer una especie de derecho de propiedad sobre el aire, empezó a curiosear por el cuarto.
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Era absurdo someterla a esa pasión por la verdad, una pasión occidental, como la pasión por el alcohol.
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No pude resistir la tentación de molestar a Pyle; después de todo, ésa es el arma de los débiles, y yo era débil. No poseía ni juventud, ni seriedad, ni integridad, ni porvenir.
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Es raro cómo tranquiliza la conversación, especialmente sobre temas abstractos; parece normalizar los más extraños ambientes.
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luego me enfadé; pero era difícil expresar la ira en un susurro.
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Hay hombres cuyos nombres siempre se dicen abreviados.
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No conocía la coquetería. Hizo inmediatamente lo que le pedía, y siguió contando el argumento de la película. Del mismo modo habría hecho el amor, si se lo hubiera pedido, quitándose los pantalones de seda sin preguntas inútiles, y después habría seguido con el hilo interrumpido de la historia de la señora Bompierre y la incómoda situación del jefe de correos.
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Desdichadamente, los inocentes siempre están implicados en todo conflicto. Siempre, en todas partes, hay una voz que llora en una torre.
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No tenía motivo para quejarme, y por otra parte era la respuesta que esperaba. En ella había mucho de cierto. Pero era lamentable que se hubiera decidido a pensar en voz alta con tanta prolijidad, cuando el pensamiento la hería tanto a ella como a mí.
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—A veces desearía que tuvieras unas cuantas malas intenciones, para que entendieras un poco más a los seres humanos. Y eso se aplica a tu país también, Pyle.
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Le contesté con otra cita de Pascal; era la única que recordaba de ese filósofo:          —«Tanto el que elige cruz como el que elige cara se equivocan. Los dos se equivocan. El verdadero camino consiste en no apostar.»
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Durante un momento había sentido una gran alegría, como en el momento de despertar, cuando uno todavía no recuerda.
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Los médicos estaban demasiado ocupados para poder ocuparse de los muertos, de modo que los muertos eran dejados a sus propietarios, porque uno puede poseer un muerto, como se posee una silla.
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Poseía una armadura impenetrable: sus buenas intenciones y su ignorancia.
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—Tarde o temprano —dijo Heng, y me recordó al capitán Trouin en el fumadero—, uno tiene que elegir partido, si quiere seguir siendo humano.
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—En cierto sentido se puede decir que murieron por la democracia — dijo.          —No sabría traducir esa frase al vietnamita.
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El sufrimiento no aumenta con la cantidad de los que sufren; un cuerpo puede contener todo el sufrimiento del mundo.

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